El triste recordatorio que se irá junto conmigo

Resulta un tanto extraño estar en la sala de espera del cardiólogo, entre ancianos de casi setenta años y hombres de casi doscientos kilos. Hasta se me quedaban viendo raro. Apenas había cumplido veinticuatro, y mi corazón ya parecía lavadora descompuesta. Comencé con estos problemas cuando terminé mi segundo semestre de ingenieria, en donde se acumularon todas las matemáticas de golpe con los profesores más malditos. Mis niveles de presión psicológica y nerviosismo se elevaron hasta la estratósfera. Recuerdo que en algunos exámenes tenía que salirme del salón a respirar solitariamente mientras me tranquilizaba, mis compañeros me contagiaban la ansiedad que transmitían con temblores y estudios de último segundo.



Por las noches, cuando me acostaba a dormir, sentía los latidos tan fuerte que hacían vibrar mi cuello. En ocasiones llegué a pensar que era algún sismo porque no sabía identificar bien qué pasaba. Así que tocaba la pared de mi cuarto para cerciorarme, tan solo para encontrar mi pulso cardiaco en las yemas de mis dedos. No sentí ningún motivo de alarma, hasta que en una consulta médica normal, el doctor sospechó que podría tener arritmia, y al conectarme a un aparato del cual no conozco ni el nombre, lo confirmó.


Me asusté, y la recomendación del cardiólogo en aquel entonces fue bajar de peso, bajo riesgo de sufrir un infarto a los treinta años de hacer oídos sordos a la sugerencia. Varios años después, y unos kilos menos, volví con síntomas iguales o peores. El aire me faltaba, sentía ansiedad y dolores en el pecho. Regresé como perrito asustado para ver qué se podía hacer.


—Tienes lo mismo de siempre —me dijo, con el electrocardiograma en la mano—. Debes dejar la soda, el café, el té, el chocolate... Todo lo que te acelere. Incluso también el alcohol en exceso. Tómate estas pastillas durante quince días y a ver cómo sigues. Ya no te preocupes tanto.


Lo miré demasiado tranquilo. Cuando salí, en la sala de espera se encontraba un hombre siendo cargado por su familia, con la presión peligrosamente baja debido a que se había tomado la medicina equivocada. Mi insignificante arritmia ciertamente no debió impresionar al doctor, quien estaría más acostumbrado a corazones casi inservibles como el del tipo que estaba viendo. Lo miré mientras me iba, imaginando que dentro de unos años posiblemente me encontraré como él.

"No hay remedio", pensé. Ahora que estoy estudiando otra carrera, trabajando y haciendo otras cien cosas, la presión es igual o mayor. Me lleno de ocupaciones que no me dejan tiempo de relajación, y prefiero no reposar para no entrar en depresión.

Mi amigo Felipe falleció del corazón, él nunca se enteró de que tenía algo malo, un día simplemente se desplomó para nunca levantarse. En enero falleció también un compañero de la preparatoria, Antonio. Tomó una siesta antes de ir al trabajo y ya nunca despertó: Otro paro cardiaco. El número de jóvenes con este tipo de problemas es cada día mayor.

Con frecuencia me mantengo despierto hasta altas horas de la noche, pensando si llegará mi hora, si no amaneceré completamente frío al día siguiente. La simple idea de perder la conciencia durante la noche, nunca más recuperarla y no sentir a mi corazón traicionándome, me aterra. La mayoría de la gente me dice que no me preocupe, que esas actitudes no me ayudarán en nada, pero es difícil no hacerlo cuando sientes que la muerte ha entrado a la casa de tus vecinos sin llamar a la puerta, y mucho más cuando cargas dentro de tí un recordatorio constante de lo que será tu fin, sin obtener ningún indicio de cuándo.

Atte.

BadBit

Acerca de escribir un blog

Había querido escribir de esto desde hace mucho tiempo. Ya sea por falta de inspiración o de ganas lo había pospuesto una y otra vez hasta que la idea se fue hasta el fondo del baúl. Lo rescato hoy porque no me siento del todo bien.

De hecho, estoy pasando por esas etapas que me agarran con frecuencia, en las cuales siento que este blog es la pendejada más grande jamás escrita, y ganas no me faltan para mandarlo a la fregada completamente. No me malinterpreten, no estoy rockstareándome (chila palabreja) ni haciendo alarde de mi partida para llamar la atención como mucha gente que conozco. Esto, en cambio, es un sentimiento muy real y justificable: Un odio hacia estos escritos que dentro de poco tiempo estarán más caducos que yogurth del Oxxo, los cuales no cambian para nada este gigantesco universo y que finalmente estarán relegados al destino que tiene todo lo que existe: el olvido.

No puedo separar este sentimiento con la depresión, o la situación que vivo en estos momentos. Estoy llevando una vida mucho más solitaria que hace tan sólo un año, y ha sido un proceso voluntario. No me quejo, pero deprime.

Mi objetivo original era hablar acerca de escribir un blog, desde mi muy particular experiencia. ¿Qué les puedo decir? Llevo tres años bloggeando, he recibido insultos, halagos, regalos, amenazas, críticas inteligentes y estúpidas... En fin, todo lo que cabe esperar de cuando se expone uno a la vista pública. El sentimiento que predomina después de esta odisea es la decepción.

Siempre he pensado que la decepción es saludable, nos ayuda a desidealizar las cosas y seguir adelante. Cuando algo me impresiona, intento conocerlo a fondo hasta que lo comprenda bien y entienda que es igual de simple que cualquier otra cosa, que no encierra ningún misterio. Desde hace mucho que me sucedió esto con el blog, y con la escritura en general. Me dio mucho miedo cuando sentí que podía convencer a la gente con mis palabras, en serio que sí. Cada vez que posteo algo, internamente deseo que aparezca alguien y refute mis argumentos con una fuerza demoledora que me haga pensar "¡qué estúpido fui!".

No quiero decir con esto que no creo en lo que escribo, ni que estoy insatisfecho de lo que he logrado, pero como les digo, de cuando en cuando me invade esta sensación que parece asco hacia todo lo que se encuentra en esta página. También hacia otras áreas de mi vida, llámese trabajo, televisión, licenciatura, en fin... De vez en cuando caigo en cuenta de lo inútil que es todo, y me desarmo.

Pero comentarles acerca de tener un blog... Lo que me ha parecido más interesante es cómo ha cambiado mi público de la misma manera que yo he cambiado. Recuerdo mis primeros posts, allá por el 2004, en donde escribía sin empacho los detalles más insignificantes de mi vida, con el afán de registrarlo todo. Escribía con la sinceridad que proporciona el hecho de que nadie lo iba a leer. Le puse como nombre "Botellas al mar..." porque cada uno de mis posts era como un mensaje lanzado desde una isla desierta, hacia un destino incierto que nunca sabría si alcanzaría. Podría haber seguido así durante años, pero como siempre, cambié.

Comencé a hacer textos más elaborados, en donde me enfocaba a temas más delimitados y no divagaba sin ton ni son. Escribí de cine, algunas críticas sociales de sacarina y reflexiones de cinco centavos. Posteriormente intenté escribir algunas historias breves, que gracias a un taller literario tomaron forma y comenzaron a convertirse en los cuentos que leen hoy en día.

La fama llegó por ese entonces. Este insignificante blog comenzó a ser muy leído, las críticas comenzaron a llegar, pero la mayor parte de los comentarios eran saludos y halagos por parte de mis amigos, y uno que otro desconocido que caía de vez en cuando. Comenzaron a reconocerme en la calle, recibía muchos comments... También comencé a recibir las críticas más duras, mucha gente se encabronó con lo que escribía o cómo lo escribía.

Además, hoy ya no puedo decir aquí libremente todo lo que me pasa por la cabeza o criticar a la gente que me rodea con tanta naturalidad como antes. Más de una persona cercana ha salido lastimada por culpa de mis malditos escritos, otros me han retirado el habla y los más me espían secretamente.

Hoy ya no estoy en el Top 500 de Blogalaxia, me he salido de la competencia. Tampoco checo el número de visitas, ni me importa. Si no hay comments no me preocupa en lo más mínimo. La agresividad que he manifestado en posts recientes ha hecho que mucha gente ya no se anime a comentar y los justifico. Si reduzco mi público, tanto mejor, mis escritos llegarán a las personas indicadas.

Aunque el medio me ha decepcionado, no digo con esto que no puedo mejorarlo. Un blog es sólamente lo que uno hace con él, y tanto puede usarse para anunciar cumpleaños, subir pornografía y enviar saluditos a tus compas, puede servir también de instrumento para la reflexión, crítica y difusión de conocimiento válido. Los límites los pone uno mismo.

Admito que este lugarcillo de la red me ha servido horrores. He aprendido tantísimas cosas al enfrentar a un público real, al analizar los patrones de comportamiento de los lectores y finalmente, al buscar un modo de expresión que me satisfaga plenamente. Mi redacción seguiría estancada de no ser por esta cosa, así que me supongo que algo tiene de bueno. También me ayudó para conocer a personas entrañables, amistades e incluso formar algunos enemigos.

En cuanto a ustedes, lectores, debo decir que a pesar de todo los aprecio. Ese "a pesar" son los estúpidos comentarios anónimos que de cuando en cuando alguien viene a dejar para hacerme perder la fe en el género humano. Me dan risa al principio, para dar paso luego a la cruda realidad de que hay gente pendeja en este mundo que le gusta hacer corajes gratis. Pero me quedo con ustedes, los lectores que tienen cerebro, que al final de cuentas son los importantes y a quienes van dirigidas estas cosas. Aunque a veces parezca lo contrario, este blog está para serviles, y no para servirse de ustedes.

¿Vale la pena iniciar un blog? La respuesta es sí. Tal vez, si nunca lo hubiera comenzado, pensaría que es la gran cosa, que es imposible hacerlo bien y que postear durante años sólo me conseguiría una sequía cerebral. Seguiré con esto, pero el mundo está lleno de cosas de las cuales decepcionarse. En estos momentos, saldré de mi casa para correr y hacer ejercicio. Sin embargo, durante todo el trayecto, no podré evitar sentirme ridículo acerca de lo que acabo de escribir.

Atte.
BadBit

Cayendo por última vez

Dentro de una cantina apestosa de Monterrey la clientela se disfrazaba con el lugar a base de visitarlo casi diario. Los hombres de sombrero y botas vestían los mismos tonos ocres que decoraban el viejo lugar, y su poco movimiento solo era delatado por las bocanadas de humo que eran expelidas de vez en cuando. Por eso eran mucho más notorios dos hombres sentados en la barra, uno vestido de rojo y el otro de naranja brillante.

—¿Vas a seguir tomando? —dijo el hombre de naranja.
—Es algo que no te importa —respondió el de rojo, tomando otro trago de tequila.
—Claro que me importa, soy tu amigo, me parte el alma verte así. Mírate: Estás cayéndote de borracho.
—Fernando, quítate la venda de los ojos, nunca te he importado.
—No digas eso, ya vámonos, no encajamos aquí.
—Lárgate tú.

El hombre de naranja sacudió la cabeza con desgana. Ya había pasado años intentando arreglar la desordenada vida de su primo, sin éxito. Se había embarcado en proyectos absurdos, que sólamente lo habían dejado en la ruina y con una familia destrozada. En esta ocasión, parecía que había tocado fondo.

—Tráigame otra botella de tequila —dijo el hombre de rojo al cantinero.
—Ya no tomes, por favor, no te hagas esto a tí mismo. No entiendo para qué tienes que venir a esta cantina de mala muerte, de las peores de la ciudad. Tú no naciste para esto, tienes un lugar en el público, quieres ser famoso, ¿recuerdas?
—¿Tú qué sabes lo que yo quiero? La fama no significa nada, ahora lo entiendo, después de casi veinte años... Mira a Diego Santoy Riveroll. Asesino, drogadicto y todo, pero bien que ahorita es alcalde de Monterrey.
—Bueno, luego pudo apelar su sentencia y demostrar que no fue el asesino. Todo fue un comlot en su contra, tú bien lo sabes. Ha hecho cosas buenas por la ciudad, no seas ingrato.
—A mi no me engaña ese pendejo, a huevo que los mató. ¿Y todas las tranzas que se le conocen son cosas buenas? Sus obras públicas nomás con la punta del iceberg, las paga con los billetes que no le caben en los bosillos cuando roba. A lo que voy es que la fama se compra, la fama se vende... No llega solita, ni por tus talentos.
—A tí te llegó en tu época.
—Mírame ahorita, ¿de qué me sirvió? Además, eso no fue fama, fue burla, fue ridículo... Eran ganas de ver sangre, hasta ahora lo entiendo.
—Mira Edgar, yo creo que deberías estar agradecido por lo que llegaste a vivir. ¡Fuiste el niño más famoso de México! Querían postularte para presidente, saliste en televisión nacional, periódicos, e internet no se diga. Pocos pueden decir que hicieron eso, algunos matarían por hacerlo.
—¡Eso vale madre! Mira, deja te lo demuestro.

Se levantó con dificultad, todavía con el vaso en la mano, y gritó a todo pulmón:

—¡Yo soy Edgar!

Debido al alto volumen de la música norteña que sonaba en el lugar, solamente algunos voltearon a verlo, sin interés de ver los desplantes absurdos de un borracho cualquiera.

—Te lo dije...
—¿Qué Edgar? —preguntó un tipo cuarentón que estaba tomando solo en la barra.
—Edgar... El único que existía a principios de siglo. El que estúpidamente se bañó en un arroyo de agua negra por culpa de este pendejo que está aquí, y que desde entonces su vida no ha sido más que caídas.
—¡Yo te recuerdo! —dijo el desconocido con el rostro iluminado— ¡Saliste en Internet! ¿Cómo le hacías? "¡Ya güey! Pinche pendejo idiota".

El hombre estalló en carcajadas, en parte por que andaba casi igual de borracho que Edgar.

—¡Eras la neta Edgar! —prosiguó— Era tu fans, miré el video un chingo de veces. Subiste muchos kilos, ¿verdad?

Las facciones de Edgar se habían endurecido hasta ser la viva imagen de la furia.

—Me da mucho gusto que te de risa mi caída, como a tanta gente morbosa que no tenía nada mejor que hacer. Al principio pensé que me querían, pero caí en la cuenta lentamente de que todos son unos pendejos. Grabé comerciales, salí en películas, en revistas y en radio. Hasta que comencé a notar que cuando decía "Ya güey" nadie se reía... Perdí toda gracia. Esta sociedad lo mastica a uno como chicle, y cuando pierde sabor lo escupen para que sea pisoteado por el primero que pasa.
—Edgar —interrumpió Fernando—, ya vámonos, estás muy borracho.
—¡Tú cállate que eres el principal culpable! Si nunca me hubieras tumado tal vez me habría dado cuenta de que era importante hacer algo de mi vida aparte de tratar de caerle bien a todos, tal vez estudiar una carrera o iniciar un negocio. ¡Te odio!
—Pinche Edgar —dijo el borracho cuarentón—, ya cállate o te voy a tumbar.

Por alguna extraña razón, el tipo encontró estas últimas palabras muy graciosas, y soltó la carcajada golpeando la barra con el puño hasta que le salieron lágrimas de risa.

—¡Cállate pendejo! —gritó Edgar— ¿Tú que sabes lo que he sufrido? ¡Te voy a madrear!
—Déjalo en paz —rogó su amigo—, está ebrio como todos aquellos que veían tu video por primera vez... Vámonos, no encajamos en este ambiente.
—No me voy a ir sin antes darles su merecido a esta bola de idiotas que no saben hacer otra cosa más que pistear. Deberían sacar la cabeza del culo y ponerse a pensar en qué mundo están parados. ¡Van a ver!

Tambaleándose, subió a una de las sillas para posarse sobre una de las mesas, y dar su discurso triunfal.

—¡Bola de pendejos! Quiero decirles que...

No pasó de ahí, pues la pobre mesa no pudo con tanto peso, y se rompió ayudada por una patada que le dió el borracho que segundos antes se había burlado de él. El pobre hombre pasado de peso gritó mientras caía al suelo, entre botellas, vasos y escupitajos.

—¡Pinchi pendejo idiota! —grió el recién caído.

Levantando la vista, se encontró con su amigo Fernando, quien tenía el brazo extendido y le apuntaba con un teléfono celular, al igual que muchos de los presentes, que ya comenzaban a burlarse de él.

—Lo siento Edgar —dijo Fernando mientras seguía grabando—, es todo por tu bien.
—¡Ya güey! ¡Deja de grabar idiota! ¿Lo vas a subir a internet?
—Querías fama de nuevo, ¿no?
—¡Pinchi pendejo, idiota!

Fernando guardó su celular, y antes de que el hombre bañado de alcohol, sangre y fluidos corporales pudiera levantarse, salió corriendo hacia la salida mientras casi toda la concurrencia estallaba en carcajadas y el cantinero calculaba mentalmente a cuánto ascenderían los daños, pero tuvo una idea genial:

—¡Ey, tú! El que está vestido de naranja: Menciona el nombre y la dirección de la cantina cuando subas el video.

En el umbral, Fernando asintió, y se perdió en la oscuridad de la noche. Cuando ya nadie lo estaba grabando, pero Edgar comenzó a vomitar en el suelo.

Atte.
BadBit

P.D. Ya apareció el tipo que me atropelló la segunda vez, dejó un comment en el post El implacable imperio del automóvil, chéquenlo. A mí también me parecía conocido.

El implacable imperio del automóvil

Cuando le digo a las personas que me voy a ir a tal o cual parte en bicicleta, generalmente obtengo la misma reacción, pelan los ojos y exclaman: “¿estás loco?”. Esta frase la escucho tan seguido que ya forma parte de mi vida cotidiana. Los argumentos por lo cual no debo andar en bici son siempre los mismos, y se resumen en que la ciudad es muy peligrosa y que el tráfico está horrible.

En efecto, debo admitir que tienen razón. La gente nunca se fija si vengo por ahí pedaleando, y en cada trayecto me tocan dos o tres automovilistas que se sacan un buen susto cuando me miran. Afortunadamente, no había obtenido de esta aventura ningún perjuicio más que una mordida de perro y unas dos o tres caídas no tan feas, de las cuales había salido ileso.

Pero el viernes todo cambió. Me dirigía hacia la facultad de ciencias humanas transitando en sentido contrario por la calle, pegado a los automóviles estacionados, cuando miré que una vieja pendeja estaba mirando por su espejo retrovisor para ver si podía integrarse al tráfico. Al ver que no venía carro, avanzó directamente hacia mí. “¡A la madre!”, pensé yo, “llegó el momento que pensé que nunca iba a llegar”. Me lamenté de no haber hecho testamento. Para mi buena suerte, un nanosegundo antes de aplastarme fijó su vista en el lugar en donde debería haber estado desde un principio: La calle.

Al ver esa mole de metal acercarse directamente hacia mi pobre humanidad, frené inmediatamente, haciendo lo mismo esta señora. Lamentablemente nuestras reacciones no se dieron a tiempo, y fui a estrellar mi llanta delantera en su defensa, saliendo proyectado hasta su cofre, en el cual aterricé abollándolo bastante.

Me quedé un rato ahí acostado, pensando en lo que recién había pasado, y tratando de sentir si no me había dado en la madre. Después de unos segundos de no sentir dolor, me levanté y miré a mi alrededor. Estaba frente a una secundaria que recién salía de clases, y noté que había un grupito como de doce adolescentes en estado de shock que no podían creer lo que habían visto.

Miré a la conductora, la cual hacía gestos de desaprobación y tenía una expresión de furia como diciendo: “No tienes madre, cabrón”. ¡Vaya! Total que me acerqué a la ventanilla, y me grita: “¡Todavía que freno y tu vienes derechito a estrellarte en mi carro!”. ¡Háganme ustedes el favor!

Con una tranquilidad y serenidad ejemplar (la cual no sé porqué aparece cuando estoy en este tipo de situaciones), le dije: “Yo veo a su carro saliendo, señora”. Mi respuesta tan segura la dejó un tanto perpleja, yo creo que pensaba que gritándome iba yo a decir: “Disculpe usted por la molestia, ¿no quiere que le lave el carro?”. Al cabo que soy un ciclista, ¿verdad?

Algo más me gritó, de que yo tenía la culpa de lo sucedido y que cómo me atrevo y cosas por el estilo, a lo que respondí preguntándole a las muchachas que estaban cerca: “Ustedes vieron todo, ¿qué pasó?”. Lo malo es que no obtuve ninguna respuesta, porque las pobres todavía estaban sin habla, nomás se me quedaban viendo como si fuera una especie de zombie con gorrito de fiesta. Bien piratón, neta.

Ahí fue cuando me dí cuenta de que todas las personas en dos cuadras a la redonda se me habían quedado viendo. La señora, al ver a tanto testigo junto, cambió de táctica: “¿Estás bien? ¿No te golpeaste nada?”. Toqué partes estratégicas de mi anatomía, y al no sentir dolor, le dije: “No se preocupe, estoy bien”, y arrancó más rápido que diputado tras su cheque.

Apenas ahí comencé a asimilar lo que había sucedido: Me atropellaron. Pude haber terminado destripado y con todos los huesos rotos debajo del automóvil de esta hija de su puta madre. Todas las personas seguían con su mirada puesta en mí, de seguro esperaban algo así tipo Kill Bill, en donde yo diera seis pasos y cayera desplomado por la acción retardada del tremendo madrazo que recién me habían acomodado. Pero no sucedió tal, me subí a la baica y al comenzar a pedalear noté que la llanta de enfrente estaba un poco chueca. “Mínimo no se fue limpia”, pensé, “Le abollé el cofre.”

*    *    *

—¿Estás loco? —me dijo Noé— ¿Para qué te vienes a la facultad en bicicleta? ¡Te dijimos que te iban a madrear!
—Pero no me pasó nada.
—¿Te dijimos o no? La gente no se fija, güey, está bien peligroso. ¿Cómo te vas a regresar a tu casa?
—Pues en bici.
—¿Estás pendejo? A las diez de la noche ya está bien oscuro, a cada rato atropellan a ciclistas.
—Pues sí, pero hay que ahorrar gasolina, esto del calentamiento global está bien cabrón.
—Pues allá tu, pero no digas que no te dijimos.
—De todas formas traigo un foquito rojo, a huevo que me van a mirar.
—Allá tú.

La verdad sí me puse a pensar al respecto, ahora el peligro del cual todos me advirtieron me pareció mucho más real. Es la primera vez que me dicen “¿estás loco?” y siento como que tienen razón. Pero  ya estaba en la facultad, de alguna forma tenía que regresarme.

*    *    *

A las diez de la noche emprendí el camino de vuelta, auxiliado por mi foquito rojo parpadeante. He notado que ayuda mucho, pues los automóviles cuando menos intentan sacarme la vuelta. Aunque algunos me pasan tan cerca que me hacen tambalear con el viento de hacen a su paso.

Avanzando cerca de la UABC, por el sentido contrario como de costumbre, llegué a un crucero con semáforo. Noté que un tipo se disponía a dar vuelta hacia donde me encontraba yo, y tiene los vidrios polarizados, así que no supe bien si me miró. Alcancé a ver a una muchacha en el asiento del copiloto, y alcanza a verme. Intento pasar frente al carro antes de que avance.

¡Oh, sorpresa! El cauto conductor no me había visto. Cuando todavía me encontraba frente a él, avanzó hacia mí, y aunque intenté alejarme y pedalear más fuerte, me alcanzó a golpear en la llanta trasera desbalanceándome y haciendo que profiera un pequeño grito. No caí al suelo.

A continuación escucho un gran estrépito, y al mirar atrás, miro cómo se le cayó la defensa al automóvil que me golpeó y la iba arrastrando. Me detengo a media calle a esperar a que se orille y salga el conductor: “Nomás falta que me quiera cobrar los daños”, pensé.

Se baja un muchacho que le calculo unos cuantos años menos que yo, y lo primero que me pregunta es:

—¿Estás bien?
—Sí —respondí yo—, parece que no me pasó nada. No me lo vas a creer pero es la segunda vez en el día que me atropellan.
—¿En serio?
—Sí, y todavía que termino encima del cofre de la doña, se emputa conmigo.
—No mames... Pues yo ahorita me cagué.
—Yo también, no creas que no, pero lo bueno es que no me pasó nada.
—¿Pero ni un golpe en el pie o algo así?
—Parece que nada. Sorry por tu defensa —señalé al pedazo de carro que se encontraba tirado a media calle.
—No, no hay bronca.
—Bueno, me retiro, hasta luego.

Avancé caminando, ahora sí completamente “paniqueado” de seguir en la bici. Si hubiera frenado, o hubiera hecho algún movimiento en falso, en estos momentos estaría convertido en una masa sanguinolenta siendo abierta por los forenses de la SEMEFO.

En mi típica terquedad, después de unas cuantas cuadras de caminar cargando la baica perdí un poquito el miedo, e intenté montarla de nuevo, sólo para encontrarla completamente jodida, ahora sí mucho más chueca. “Mínimo le tumbé la defensa al güey”, pensé.

*    *    *

¿Qué más puedo añadir, queridos lectores? Pocas cosas me hacen poner las cosas en perspectiva tanto como salvarme de la muerte por un pelito. Esto para mí es un asunto bastante confuso, sobre todo por haber defendido tanto la bicicleta en escritos pasados.

Me parece irónico, debo decir. El imperio del automóvil parece estar por todas partes, y el sentimiento popular va más hacia: “Hay que tener cuidado con los carros”, que pensar: “Hay que tener cuidado con los peatones”.

Cuando conté esta anécdota a mis conocidos, todos repitieron la cantaleta de “¿estás loco?” añadiendo a veces el calificativo de “pendejo”, “idiota”, “suicida” y otras linduras. Casi todo mundo se emputó conmigo. ¿Es que debemos justificar que esa marea de automóviles nos aplaste sin decir ni pío? Es sobrecogedor el poder de esas máquinas, tan solo basta irse a alguna de las avenidas principales de cualquier ciudad para comprobarlo. Las calles son lugares inhóspitos, que debemos pisar como plancha caliente: durando el menor tiempo posible sobre ellas.

Hoy volví a montar mi bici, pero parecía conejito asustado. Me fui a velocidad de carrito de paletas, mientras que antes intentaba ganarle en velocidad a los automóviles. Lo lograba con frecuencia ya que no hacía los altos, notaba inmediatamente que los conductores no querían verse humillados por un ciclista y daban un acelerón que no servía de nada pues llegaban al otro alto en donde había otros dos automóviles esperando y yo volvía a rebasarlos.

No dejaré mi transporte tan querido, en parte porque odio manejar. Me parece una actividad monótona, mecánica, estresante y demás. Es un desperdicio de las capacidades humanas, y me parece que sería mejor encomendado a máquinas (yo creo que no tardará mucho en generalizarse esta tendencia).

Yo mato tres pájaros de un tiro transportándome de esa manera: No manejo, ahorro gasolina (por lo tanto dinero y CO2 a la atmósfera) y hago ejercicio. Me veré en la penosa necesidad de cumplir gran parte de estos objetivos de otra forma. Pero algo puedo extraer de esta experiencia, la cual se suma a tantas otras en donde he salvado la vida “por un pelito”: No cabe duda, soy un suertudo de lo peor.

Atte.
BadBit