Algo que sucedió antier

Estaba comiendo solo en un restaurante naturista. Ya eran como las cinco, y no había otro cliente más que yo. Apenas alcancé comida. La señora que atiende estaba revisando su celular detrás del mostrador. Sentí que me habló. Casi no escuché por mis audífonos, así que me quité una auricular.

-¿Hablas inglés? -me preguntó.
-Si -respondí.
-¿Me puedes traducir esto? -dijo, y me extendió su smartphone.

En la pantalla había una publicación de Facebook, en inglés. Fue una mujer quien lo publicó. Dejé mi tenedor y cuchillo en la mesa y tomé el aparato. Traduje lo mejor que pude:

-Hoy encontré a mi mamá llorando sola en la casa -dije, mientras leía el mensaje-. Me dijo que mientras lavaba la ropa encontró una de las camisetas de Charlie, y se puso tan triste que no pudo aguantar las lágrimas. Verla así me rompe el corazón. Es tan triste.

Quité los ojos del celular y la miré a ella. Yo tenía la típica expresión de sorpresa, con la boca semi-abierta y los ojos consternados. Quizá no era la gran cosa, pero ya no era mi asunto. No esperé leer ese tipo de mensaje.

-Es que me los manda en inglés -dijo ella-, y no sé lo que dice.

Se retiró a la parte de atrás del mostrador para que yo pudiera seguir comiendo. Me puse los auriculares de nuevo y cada quién en su mundo.

La llorona

Nunca fui una niña muy sociable, en la primaria menos. Asistí a un colegio de monjas para niñas. Por mi timidez me la pasaba callada. Me gustaba más leer que jugar en el patio. No me molestaba estar sola comiéndome mi lunch en el recreo. Pensaba que podía vivir sin otras niñas, y hasta la fecha me llevo mejor con hombres. Aún así, soy introvertida, ¿qué querían? Por eso escribo esta anécdota en vez de contarla personalmente.

Las monjas sí me querían porque salía bien en las materias y no daba problemas en clase. Cuando preguntaban en clase sabía las respuestas, aunque tampoco fui la estrellita del salón. A la más aplicada, la que siempre estaba en el cuadro de honor, no le paraba la boca. Me desesperaba. Era de esas niñas que creen que lo saben todo, hasta lo que vas a decir tú. A media frase ya te la había completado. No sabía escuchar para nada; me caía gorda.

Un día durante el recreo, cuando iba en segundo año, se me acercó una niña de quinto. Yo la veía para arriba. “¿Por qué estás tan sola?”, me preguntó. No le respondí nada y seguí mordiendo mi sandwish. Noté que a lo lejos, en un macetero, estaban sus amigas. Nos observaban conteniendo la risa. La de cuarto les hizo señas para pedir paciencia.

“¿No quieres jugar con nosotras?”, me preguntó y negué con la cabeza.

Se fue y pensé que ahí había terminado todo. No entendí por qué alguien tan grande tenía interés en mi. No entendía las interacciones sociales, hasta la fecha creo que sigo igual. Cuando salía de la escuela tampoco convivía con niñas más grandes, si acaso con mis primos y primas en las fiestas familiares. En mi casa me la pasaba encerrada, así estaba a gusto. Tenía todo lo necesario: podía leer y ver la tele.

Como una semana después, la misma niña de cuarto se me acercó en el recreo: “¿Sabías que hay un lugar donde se aparece un fantasma en la escuela?”, me preguntó. Eso si picó mi interés. Había leído muchas cosas sobre demonios y fantasmas. Mis cuentos favoritos eran de terror y a veces por las noches añoraba ver algún duende o espectro, aunque sea para escribirlo. Envidiaba a todos aquellos que tenían alguna historia de apariciones.

Así que cuando la niña me dijo que había la posibilidad de ver uno, no dudé dos veces y la seguí. Me llevó a la parte de atrás de los salones de la orilla de la escuela, donde había un pequeño jardín en donde casi no entraban niños. Nosotras nos brincamos un pequeño cerquito que prohibía el paso a los alumnos. En el camino, ella me decía:

“Me lo contó la prima de una amiga que ya salió de la escuela. Sus amigos y ella vieron al fantasma. Es una mujer con un vestido blanco todo rasgado y manchado de sangre. Dicen que hace muchos años mató a sus hijos en una casa que estaba aquí, pero la derrumbaron. Como se siente culpable todavía está su alma en pena, y llora por ellos de vez en cuando”.

“La llorona”, pensé yo. Ya conocía la historia. Pero no dije nada, era muy tímida. Solo quería saber si era verdad. Aunque moría de miedo. En parte porque nos podrían atrapar las monjas por estar donde no debíamos, también por la posibilidad de ver un fantasma. Aunque quería verlo, moría de miedo al pensarlo. Era toda una emoción.

“Se aparece ahí adentro”, me dijo.

Había una casita de lámina. Dentro pude ver algunos balones de basketball, algunas cosas para la clase de educación física y otros artefactos que se utilizan en diferentes clases. No parecía el lugar típico para una aparición fantasmal, pero estaba bastante escuro. Era lo suficientemente grande como para entrar, e internarse unos cinco o seis pasos sin problema. Siempre y cuando no te importara estar rodeada de cachivaches.

“¿Quieres que nos metamos a ver si sale?”, me preguntó. Yo la miré empequeñecida. ¿A poco se atrevería? Yo dudaba, aunque tenía curiosidad. Sólo le sonreí y caminé. Ella me sonrió de vuelta.

Di otros pasos más. La casita de lámina aparentaba una cueva, la entrada a un bosque inhóspito. La emoción crecía y en verdad me hubiera gustado que se me apareciera “La llorona”. Lo que sucedió es que sentí un empujón que me envió hasta el fondo de la casita, en donde caí de rodillas manchando mi falda de tierra. Antes de levantarme, la puerta corrediza se cerró con un golpe que me hizo sentir dentro de un sarcófago. Con la puerta cerrada, me quedé en la oscuridad más profunda. Después, no recuerdo mucho.

Me enteré luego que las amigas de la niña de cuarto nos seguían a la distancia, sin dejarse ver. Cuando mi nueva amiga me aventó, las demás llegaron corriendo para golpear la casita. La hicieron temblar y retumbar. La sacudieron hasta que los balones se me cayeron encima y ellas aullaban. Gritaban: “¡Ay, mis hijos!” y hacían voces tenebrosas.

Ni lo pensé: Me oriné ahí mismo. No creo que fuera el miedo a los fantasmas ni a la llorona. Fue el miedo a que todo se me viniera encima, la humillación de haber sido engañada. Me sentí demasiado vulnerable.

Todavía ni abrían la puerta cuando todas estaban riendo. Cuando la luz me dio en el rostro, debí dar pena. Con los cachetes mojados por las lágrimas, las piernas por la orina. Era un batidillo asqueroso. Seguro también moqueaba.

Todas celebraron el chiste, menos una. ¿Adivinen quién? Mi cuatacha, mi nueva mejor amiga. Ella se quedó toda pasmada. Seria, seria. Mientras las demás se carcajeaban, ni se movía. Hasta que calló a las otras: “¡Ya estuvo bueno!”, les gritó. No la tomaron en serio, casi tuvo que gruñir. Cuando medio se calmaron, me tomó de la mano y me dijo: “Vamos a que te laves”.

Con mucha discreción me llevó con una de las monjas. Yo todavía sollozaba y me tallaba los ojos. Mis piernas estaban enlodadas. Gaby, porque así se llamaba mi amiga, intentó primero mentir. Inventó que me había perdido en el patio de atrás y que me asusté. Eso era imposible y ridículo, mi finta era la de una niña aterrorizada, no perdida, por lo que pronto tuvo que admitir la verdad. Bueno, casi todo: se echó toda la culpa de lo sucedido.

Hasta llamaron a sus papás, a los míos y toda la cosa. La suspendieron un día, me pidió disculpas personal y sinceramente. Pero el día en que no estuvo, ¡uy! Me querían apodar “la miona”. Se burlaron mucho de mí. Pensé que así sería el resto de mi vida. Aunque nunca me llevé mucho con la gente, hasta ese momento no se habían burlado.

Cuando regresó todo cambió. Puso en cintura a sus amigas. Me protegió a morir. No logró que dejaran de burlarse de mi del todo, pero cuando menos me cambiaron el apodo a “la llorona”. Algo es algo. Cuando caminaba por los pasillos de la escuela se burlaban de mí diciendo: “¡Ay, mis hijos!”, o hacían un gesto como de bebé llorón. Pero cuando alguien se burlaba y ella estaba presente, se ponía como loca y casi los golpeaba.

La quise mucho. No sólo porque luego me defendió, creo que algo cambió en ella. Se transformó de un ser despiadado a uno admirable en sólo un día. Pero me dio algunos años para admirarla, hasta que salió de sexto.

La volví a ver casi quince años después. Creo que no me reconoció, pero yo vi el mismo arrojo cuando discutía con la cajera de un supermercado. Nada grave, creo que marcó el mismo producto dos veces. Pero los años le pesaban ya, se veía ojerosa y demasiado arrugada para su edad. A mí, en cambio, ya no me apodaban “la llorona” sino “la dark”. La gente que pone apodos siempre es igual de estúpida.

Yo iba con mi novio cuando me la topé. Le pegué en las costillas con el codo y le dije: “Mira, ella era mi mejor amiga de la primaria. Se llama Gaby”. Él la observó sin mucho interés. Hacíamos fila en otra de las cajas. Sólo preguntó: “¿Tenías amigas en la primaria?”. “Sólo una”, le respondí.

Extraño los blogs personales

Cuando inicié este espacio en Internet, pensé como muchos que por fin tendría un lugar donde desahogarme. Nuestros problemas cotidianos parecen tan importantes que a veces alivia la carga el saber que son compartidos por otros. O al menos que tenemos un público al tanto de nuestro sufrir y que toda nuestra miseria y desventuras sirven cuando menos de telenovela para algún desconocido.

Sospecho que en un principio así fue: en el blog relataba mis enfermedades de las vías respiratorias, mis hábitos alimenticios, la hora a la que me había despertado, lo que me hacía triste y feliz.

Agarré práctica, y aprendí a narrar mejor. Esto me ganó lectores y habilidad para mantenerlos atrapados. Pasé de LiveJournal a Blogger y mi visibilidad aumentó. Me reconfortaba ser leído, así que dejé de contar de mi vida cotidiana y traté temas de interés general. Muchas veces eran personales, pero no tanto como para ser incomprensibles para extraños.

Motivé a mucha gente a sacar un blog. Me gustaba leer lo que escribían mis amigos. Era una forma de conocerlos mucho mejor. Hasta la fecha, tengo en mi lector de feeds algunos blogs antiquísimos, que no se actualizan como desde el 2008 o 2009. Aún los revisito de vez en cuando. A través de ellos recuerdo tiempos mejores, con menos preocupación y más tiempo libre.

Hoy las redes sociales lo han capturado casi todo. He cerrado mi Facebook recientemente, quizá pronto regrese, pero necesitaba un respiro. Desactivar mi perfil de Facebook significa que nadie leerá los escritos de este blog. Poca gente se interesa por seguir los blogs manualmente, como antes, cuando entrábamos directo al URL de cada blog que te interesaba seguir.

Lo que más me duele es ya no poder sincerarme aquí. Hoy es muy arriesgado por diversos motivos: laborales, personales, familiares, etc. Revelar demasiada información personal en el pasado me trajo muchos problemas que desearía no tener de nuevo. Por eso me muerdo la lengua, o contengo mis dedos, a la hora de expresarme.

Pero lo extraño. Una que otra persona que conozco sigue escribiendo como antes, como si nadie leyera, como si no importara. Los envidio mucho. Intentaré ser más sincero, más aterrizado. Eso, por supuesto, significa más aburrido, más incoherente. Yo mismo me limito por que quiero que cada post sea genial y relevante. Eso me detiene muchísimo. Quizá si escribo sin pensar tanto, será igual de interesante que antes.

Pienso también en toda la gente que podría leer esto, y que no quiero que lo haga. Es como una ventaja injusta para ellos, el enterarse de muchas cosas que suceden en mi vida cuando yo no se nada de ellos. No sé, quizá es mi paranoia actuando.

Me he aislado mucho voluntariamente. No ha sido fácil, pero ha sido sano. Eso me da, un poquito, la confianza de ser sincero otra vez. He cambiado muchísimo, quizá me daba pena admitirlo, pero, ¡bah! El cambio es bueno. Muy bueno.

Así que, de ahora en adelante, escribiré otra vez como si nadie me estuviese leyendo, como si no hubiera mañana.

De todas formas quizá nadie me lee y quizá no haya mañana.

So, there...

El momento de la verdad

La amo como nunca había amado a nadie.

Centro Educativo Patria

Aquí doy clases ahora.