La llorona

Nunca fui una niña muy sociable, en la primaria menos. Asistí a un colegio de monjas para niñas. Por mi timidez me la pasaba callada. Me gustaba más leer que jugar en el patio. No me molestaba estar sola comiéndome mi lunch en el recreo. Pensaba que podía vivir sin otras niñas, y hasta la fecha me llevo mejor con hombres. Aún así, soy introvertida, ¿qué querían? Por eso escribo esta anécdota en vez de contarla personalmente.

Las monjas sí me querían porque salía bien en las materias y no daba problemas en clase. Cuando preguntaban en clase sabía las respuestas, aunque tampoco fui la estrellita del salón. A la más aplicada, la que siempre estaba en el cuadro de honor, no le paraba la boca. Me desesperaba. Era de esas niñas que creen que lo saben todo, hasta lo que vas a decir tú. A media frase ya te la había completado. No sabía escuchar para nada; me caía gorda.

Un día durante el recreo, cuando iba en segundo año, se me acercó una niña de quinto. Yo la veía para arriba. “¿Por qué estás tan sola?”, me preguntó. No le respondí nada y seguí mordiendo mi sandwish. Noté que a lo lejos, en un macetero, estaban sus amigas. Nos observaban conteniendo la risa. La de cuarto les hizo señas para pedir paciencia.

“¿No quieres jugar con nosotras?”, me preguntó y negué con la cabeza.

Se fue y pensé que ahí había terminado todo. No entendí por qué alguien tan grande tenía interés en mi. No entendía las interacciones sociales, hasta la fecha creo que sigo igual. Cuando salía de la escuela tampoco convivía con niñas más grandes, si acaso con mis primos y primas en las fiestas familiares. En mi casa me la pasaba encerrada, así estaba a gusto. Tenía todo lo necesario: podía leer y ver la tele.

Como una semana después, la misma niña de cuarto se me acercó en el recreo: “¿Sabías que hay un lugar donde se aparece un fantasma en la escuela?”, me preguntó. Eso si picó mi interés. Había leído muchas cosas sobre demonios y fantasmas. Mis cuentos favoritos eran de terror y a veces por las noches añoraba ver algún duende o espectro, aunque sea para escribirlo. Envidiaba a todos aquellos que tenían alguna historia de apariciones.

Así que cuando la niña me dijo que había la posibilidad de ver uno, no dudé dos veces y la seguí. Me llevó a la parte de atrás de los salones de la orilla de la escuela, donde había un pequeño jardín en donde casi no entraban niños. Nosotras nos brincamos un pequeño cerquito que prohibía el paso a los alumnos. En el camino, ella me decía:

“Me lo contó la prima de una amiga que ya salió de la escuela. Sus amigos y ella vieron al fantasma. Es una mujer con un vestido blanco todo rasgado y manchado de sangre. Dicen que hace muchos años mató a sus hijos en una casa que estaba aquí, pero la derrumbaron. Como se siente culpable todavía está su alma en pena, y llora por ellos de vez en cuando”.

“La llorona”, pensé yo. Ya conocía la historia. Pero no dije nada, era muy tímida. Solo quería saber si era verdad. Aunque moría de miedo. En parte porque nos podrían atrapar las monjas por estar donde no debíamos, también por la posibilidad de ver un fantasma. Aunque quería verlo, moría de miedo al pensarlo. Era toda una emoción.

“Se aparece ahí adentro”, me dijo.

Había una casita de lámina. Dentro pude ver algunos balones de basketball, algunas cosas para la clase de educación física y otros artefactos que se utilizan en diferentes clases. No parecía el lugar típico para una aparición fantasmal, pero estaba bastante escuro. Era lo suficientemente grande como para entrar, e internarse unos cinco o seis pasos sin problema. Siempre y cuando no te importara estar rodeada de cachivaches.

“¿Quieres que nos metamos a ver si sale?”, me preguntó. Yo la miré empequeñecida. ¿A poco se atrevería? Yo dudaba, aunque tenía curiosidad. Sólo le sonreí y caminé. Ella me sonrió de vuelta.

Di otros pasos más. La casita de lámina aparentaba una cueva, la entrada a un bosque inhóspito. La emoción crecía y en verdad me hubiera gustado que se me apareciera “La llorona”. Lo que sucedió es que sentí un empujón que me envió hasta el fondo de la casita, en donde caí de rodillas manchando mi falda de tierra. Antes de levantarme, la puerta corrediza se cerró con un golpe que me hizo sentir dentro de un sarcófago. Con la puerta cerrada, me quedé en la oscuridad más profunda. Después, no recuerdo mucho.

Me enteré luego que las amigas de la niña de cuarto nos seguían a la distancia, sin dejarse ver. Cuando mi nueva amiga me aventó, las demás llegaron corriendo para golpear la casita. La hicieron temblar y retumbar. La sacudieron hasta que los balones se me cayeron encima y ellas aullaban. Gritaban: “¡Ay, mis hijos!” y hacían voces tenebrosas.

Ni lo pensé: Me oriné ahí mismo. No creo que fuera el miedo a los fantasmas ni a la llorona. Fue el miedo a que todo se me viniera encima, la humillación de haber sido engañada. Me sentí demasiado vulnerable.

Todavía ni abrían la puerta cuando todas estaban riendo. Cuando la luz me dio en el rostro, debí dar pena. Con los cachetes mojados por las lágrimas, las piernas por la orina. Era un batidillo asqueroso. Seguro también moqueaba.

Todas celebraron el chiste, menos una. ¿Adivinen quién? Mi cuatacha, mi nueva mejor amiga. Ella se quedó toda pasmada. Seria, seria. Mientras las demás se carcajeaban, ni se movía. Hasta que calló a las otras: “¡Ya estuvo bueno!”, les gritó. No la tomaron en serio, casi tuvo que gruñir. Cuando medio se calmaron, me tomó de la mano y me dijo: “Vamos a que te laves”.

Con mucha discreción me llevó con una de las monjas. Yo todavía sollozaba y me tallaba los ojos. Mis piernas estaban enlodadas. Gaby, porque así se llamaba mi amiga, intentó primero mentir. Inventó que me había perdido en el patio de atrás y que me asusté. Eso era imposible y ridículo, mi finta era la de una niña aterrorizada, no perdida, por lo que pronto tuvo que admitir la verdad. Bueno, casi todo: se echó toda la culpa de lo sucedido.

Hasta llamaron a sus papás, a los míos y toda la cosa. La suspendieron un día, me pidió disculpas personal y sinceramente. Pero el día en que no estuvo, ¡uy! Me querían apodar “la miona”. Se burlaron mucho de mí. Pensé que así sería el resto de mi vida. Aunque nunca me llevé mucho con la gente, hasta ese momento no se habían burlado.

Cuando regresó todo cambió. Puso en cintura a sus amigas. Me protegió a morir. No logró que dejaran de burlarse de mi del todo, pero cuando menos me cambiaron el apodo a “la llorona”. Algo es algo. Cuando caminaba por los pasillos de la escuela se burlaban de mí diciendo: “¡Ay, mis hijos!”, o hacían un gesto como de bebé llorón. Pero cuando alguien se burlaba y ella estaba presente, se ponía como loca y casi los golpeaba.

La quise mucho. No sólo porque luego me defendió, creo que algo cambió en ella. Se transformó de un ser despiadado a uno admirable en sólo un día. Pero me dio algunos años para admirarla, hasta que salió de sexto.

La volví a ver casi quince años después. Creo que no me reconoció, pero yo vi el mismo arrojo cuando discutía con la cajera de un supermercado. Nada grave, creo que marcó el mismo producto dos veces. Pero los años le pesaban ya, se veía ojerosa y demasiado arrugada para su edad. A mí, en cambio, ya no me apodaban “la llorona” sino “la dark”. La gente que pone apodos siempre es igual de estúpida.

Yo iba con mi novio cuando me la topé. Le pegué en las costillas con el codo y le dije: “Mira, ella era mi mejor amiga de la primaria. Se llama Gaby”. Él la observó sin mucho interés. Hacíamos fila en otra de las cajas. Sólo preguntó: “¿Tenías amigas en la primaria?”. “Sólo una”, le respondí.

2 comentarios:

Yukino M. dijo...

Extraño mucho poder releer tus cuentos.....

Un beso.

Miguel Lozano dijo...

¡Gracias! Hace mucho que no recibía un comentario en este blog. He escrito bastantes cuentos recientemente, pero estoy buscando otras opciones de publicación, en libros, en concursos y así. No he dejado de escribir. Por lo pronto, sigo con mi nuevo blog en badbit.org, ahí sigo actualizando.

Gracias por seguirme. Saludos.